domingo, 11 de noviembre de 2007






Título: Miniatura de febrero de “Las muy ricas horas” del duque de Berry.
Autor: Los hermanos Herman, Paul y Johan Limbourg.
Fecha: Hacia 1415.
Medidas: 15,4 x 13,6 cm.
Lugar de conservación: Musée Condé de Chantilly, París.


Francia, plena Guerra de los Cien Años. Los soldados recorrían el país arrasando las zonas rurales, el frío empujaba a los lobos a salir del bosque y las malas cosechas significaban hambre y epidemias que amenazaban con acabar con la mayor parte de la población. La nieve recubre el paisaje ondulado y por encima se extiende un pesado cielo gris. Al fondo, un pueblo con la iglesia y, en primer término, una casa de labor. Un hombre conduce al asno cargado hacia el pueblo, mientras otro está cortando un árbol. La chimenea está encendida en la casa abierta del primer plano. Tres figuras, sentadas frente al fuego se levantan la ropa para que el calor les llegue antes al cuerpo. La imagen de la vida rural, tal y como aparece en nuestra miniatura de febrero, mientras un mundo en paz y en armonía. Todo parece estar en su sitio y seguramente, para las clases dirigentes de aquel tiempo, para uno de cuyos representantes estaba destinada esta miniatura, seguramente así fuera.


Pero la realidad a comienzos del siglo XV no en absoluto idílica. Por aquel entonces la nieve, el hielo y el frío eran una amenaza muy peligrosa. Los lobos salían del bosque en los duros inviernos para robar ganado, la madera escaseaba, al igual que la comida. Cuando una helada sorprendía a los sembrados en primavera, las cosechas eran parcas, los campesinos pasaban hambre y pronto caían víctimas de las epidemias. Si había varios inviernos malos, la población disminuía drásticamente. La mayoría de las láminas del “Libro de horas” se pintaron entre 1408 y 1416; en ese espacio de tiempo, hubo por lo menos dos años durísimos de grandes hambrunas y epidemias que se vinieron a juntar con los estragos de la guerra. En las crónicas de la época se habla siempre de inundaciones y sequías, de la soldadesca, de escaramuzas y batallas. Francia se encontraba, como ya hemos mencionado antes, desde 1337 en guerra contra Inglaterra cuyos reyes reclamaban el derecho a la sucesión francesa, A la guerra contra los ingleses se sumaron las contiendas internas; en Francia reinaba el caos y los habitantes vivían bajo continua amenaza. Aunque los castillos y murallas ofrecían cierta protección, las gentes del campo estaban a merced de los soldados que vagaban por todo el país. Si podían, huían al bosque. Para descubrir el peligro a tiempo, la población había dispuesto vigías en las torres de las iglesias que avisaban de la llegada de los soldados con campanadas o tocando el cuerno. La torre de una iglesia evocaba para las gentes de la época algo más que los servicios religiosos. En ese contexto podemos incluir la torre de la iglesia que se ve al fondo de la imagen.


Es difícil identificar la carga del asno, posiblemente fuera madera. Para cocinar y calentar las cosas solo se utilizaban las ramas y la leña menuda, por lo menos la gente del pueblo. Los troncos grandes iban a parar a la chimenea del duque o servían para construir casas. La figura lleva un sayo tosco propio de los campesinos y mozos de labranza. Para protegerse del frío se ha puesto un saco por encima de la cabeza. Al contrario que burgueses y aristócratas, no podía llevar una piel, incluso aunque se lo pudiera permitir, pues lo prohibían las reglas del vestido. “El campesino procura la púrpura al rey trabajando en el surco”, se dice en un poema épico, Ysengrimus, escrito hacia 1150, “pero un sayo de estopa araña su cuerpo”. Aproximadamente el 90% de la población eran campesinos y siervos que constituían el estamento inferior. En la sociedad estamental imperante en la época, cada estamento de la sociedad cumplía una función: la nobleza, en teoría, defendía al estado militarmente, primero, y ya en la Edad Moderna políticamente; el clero cubría las necesidades espirituales de la nación y el tercer estado, aquellos que no tenían una ocupación determinada y que servían al resto. Ese era el orden teórico que imperaba en el momento en que se pintó esta miniatura, pero en 1358 se produjo uno de los primeros levantamientos del campesinado, que fue sofocado de manera sangrienta. Los campesinos no se habían reivindicado el sistema feudal anteriormente descrito, que consideraban divino y natural, sino contra los excesivos impuestos de la nobleza debilitada, pues, en plena guerra, los gastos del rey y la nobleza se resarcían aumentando aún más los impuestos de los campesinos que, además de dinero, debían darles también grano, carne y aves, aparte de mantener a los ejércitos si decidían instalarse en su territorio y soportar las rapiñas y los destrozos que dejaban las tropas a su paso. Defourneaux, un cronista de la época, escribió : “Cuando el pobre ha pagado los tributos [vuelven otra vez los recaudadores de impuestos] y le quitan el puchero y la paja. El pobre ya no tendrá pan para comer”. La Guerra de los Cien Años aumentó aún más la miseria.


Después de esta introducción, volvamos al cuadro. Fijémonos en la torre cilíndrica que aparece a la derecha de la imagen. No es muy habitual. Es un palomar. Por aquel entonces, las palomas no se criaban para comer, o, por lo menos, no en primer lugar, y como aves mensajeras tampoco jugaban un gran papel. Sin embargo, eran muy importantes como productoras de abonos en una época en la que los fertilizantes brillaban por su ausencia. El estiércol de paloma se consideraba mejor que el de oveja, cerdo o vaca y se utilizaba sobre todo para fertilizar las huertas de pequeño tamaño. El estiércol de paloma no perdería su importancia en Europa hasta la introducción del abono artificial. Los palomares eran, por tanto, fábricas de estiércol que se montaban buscando la máxima producción. Alrededor de las paredes interiores se abrían pequeños huecos para los nidos que comenzaban a una cierta distancia del suelo, donde caía el estiércol, y terminaba a una determinada distancia por debajo de los orificios de entrada superiores, ya que estás aves no les gusta anidar cerca de los puntos muy frecuentados; por ello, las torres no se levantaban en medio de la finca o de las casas de los campesinos, sino en las lindes, a ser posible al abrigo de algún bosque cercano, tal y como los pintores lo representan en la pintura. Pero si las palomas eran muy apreciadas por su abono, también eran temidas por su apetito voraz, ya que caían en bandadas sobre los campos recién sembrados y acababan con las semillas. De ahí que la población de palomas estuviera rigurosamente limitada y, aunque los campesinos podían mantener un par de ellas en el tragaluz de su casa, disponer de un palomar propio era derecho exclusivo de los señores feudales. En los tiempos del duque de Berry, los palomares torreados habían llegado a convertirse en un símbolo de estatus social, ya que la extensión de las propiedades podía llegar a medirse por el tamaño del palomar. La regla permitía un nido por arpende, lo que equivalía aproximadamente a media hectárea. Calculando su altura podríamos adivinar la extensión de las propiedades del duque de Berry y, por tanto, su poderío tanto político como económico. El privilegio de tener un palomar no fue derogado hasta el 4 de agosto de 1789, en el que fue abolido junto a otros privilegios feudales.


En la pintura también se ven unos panales y rebaños. Los panales colocados sobre el caballete de madera delante de la cerca de mimbre están vacíos. La razón es sencilla: en otoño los panales se colocaban encima del fuego para que las abejas se asfixiaran con el humo y la miel y la cera se derritiesen, teniendo así previsiones para el invierno en el que nos sumergimos en esta imagen. En aquella época, la miel era prácticamente el único producto para endulzar que existía en Europa. Aún quedaban setenta y siete años para que el descubrimiento de América impulsara el gran salto comercial de occidente y el azúcar que se traía de Asia era un gran lujo que muy pocos podían permitirse. En este orden de cosas, por tanto, la miel era un producto muy apreciado por todos los estamentos de la sociedad. La cera, no es necesario decirlo, servía para hacer las velas que iluminarían el invierno, si había suerte. Si no era un buen año, casi todas las velas irían a parar a los privilegiados. Cuando llegaba la primavera, iban al bosque a coger nuevas abejas para comenzar de nuevo el ciclo anual.


Por otro lado, el único rebaño que vemos en la pintura es de ovejas. En las granjas medievales eran los animales más habituales, ya que daban carne, leche, lana y, a diferencia de las vacas, podían mantenerse también en suelos pobres. Phillipe Contamine, en su obra “La vie quotidienne pedant la guerre de cent ans” dice que en un pueblo se criaban cientos de ovejas, pero sólo una decena de vacas lecheras. Es probable que esta proporción fuera bastante representativa para la época. Pero si esta miniatura representa solo a las ovejas, no se debe solo a su gran número. Las ovejas eran muy apreciadas, no solo entre rapaces y campesinos por su gran utilidad, sino también entre las damas de la clase alta. No por parecer anecdótico se debe despreciar este dato: la lírica pastoril, que se haría tan popular en el siglo XVIII durante el Rococó, comenzó ya en esta época. Las damas mandaban construir bonitos rediles de pequeño tamaño, escogían sus animales preferidos, ataban cintitas a los corderitos, etc. En los libros de gastos domésticos de la corte francesa figura en el año 1398 la cantidad exacta que la reina Isabel de Baviera gastó en su redil de Saint Ouen: 4.000 táleros de oro. Esta nada despreciable cantidad nos hace recordar que algunas imágenes, aunque nosotros podamos usarlas ahora como espejo para ver en las costumbres y realidades de tiempos pasados, estaban destinadas a los estamentos privilegiados y mostraban la vida tal cual ellos la veían. Por ello, no sólo debemos tener en cuenta a la hora de analizar esta imagen los conocimientos que tenemos acerca de la forma de vida y las costumbres de los campesinos, sino también la época en la que se inscribe, mentalidad y el pensamiento que tenían aquellos a los que iba dirigida la imagen.


Por último, pero no menos importante, nos llama poderosamente la atención la casa abierta del primer plano. Aunque sean las propiedades del señor feudal las que se representan en la miniatura, la casa o el palacio y la mayoría de los edificios restantes quedan ocultos. Pero podemos adivinar el resto gracias a una descripción que se conserva de 1377. El palacio del señor incluía, dejando a un lado las habitaciones y apartamentos lujosos del señor, cuadras, establos, un edifico de cocinas para la servidumbre, una capilla y una “casa de campo” con dos habitaciones en las que vivía “el administrador”. Esta es la casa que aparece en la imagen. Podemos distinguirla porque no vivían como los campesinos pobres. Las cabañas de los jornaleros tenían el fuego en el centro y el humo se elevaba sin chimenea hacia el techo. Aquí, sin embargo, vemos la chimenea a la izquierda. La gente pobre dormía sobre sacos de paja y aquí se ha representado una cama al fondo; los pobres solo tenían las ropas que llevaban puestas y aquí, por el contrario, podemos ver algunas prendas colgadas en las barras del fondo. Esos pequeños detalles nos indican una posición social más elevada para sus habitantes que el común de los campesinos.


Vemos tres figuras sentadas calentándose al fuego con las ropas levantadas. Las dos figuras de atrás las levantan hasta dejar al descubierto sus genitales. Esto era una práctica común. La simple falta de espacio negaba cualquier tipo de intimidad; cuando duerme toda la familia en la misma cama, muy poco puede quedar oculto y aquí se expresa con toda su crudeza. Pero son las clases dirigentes las que al final imponen sus costumbres: la mujer del primer plano aparece más recatada y son sus ropas un poco más lujosas que las de sus dos acompañantes. Ignoramos su posición social, pero tiene claramente una posición más elevada que sus dos acompañantes, por lo que sus compañeros, tarde o temprano, tratarán de imitarla para acercarse a ese estatus superior que ella representa, al igual que se ha hecho durante toda la existencia del hombre.


Bibliografía:


Cantera Montenegro, Enrique: “La agricultura en la Edad Media”, Madrid, arco libros, 1997.


Claramunt, S. (coord.): "Historia de la Edad Media", Ariel, 1992.

Hagen, Rose Marie & Rainer: “Los secretos de las obras de arte tomo 1”, Taschen, 2000.


Rocío Martínez López

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