Fecha: hacia 1765.
Medidas: 140x171 cm.
Este magnífico cuadro, espejo claro de toda una época y una forma de vida, es muy poco conocido por el gran público. Dos adultos, una niña y una criada. Sir Joshua Reynolds (1723-1792), el autor de este cuadro, era el retratista predilecto de la clase alta inglesa de la época; con sus equilibradas composiciones lograba transmitir una sensación de orden, tradición y conciencia de clase que tanto agradaba a la clase nobiliaria.
Pero, si bien este es un retrato de familia, el cuarto personaje que se incluye en la representación destaca entre los restantes: no era corriente incluir al personal de servicio en los retratos de familia; comparándolo, por ejemplo, con el cuadro de Goya de La familia de los duques de Osuna, pintado en el año 1788, el espectador se da cuenta de que la presencia de la esclava es muy poco habitual dentro de este tipo de cuadros. El pintor representó a la niñera, pero la rebajó ostensiblemente frente al resto de los personajes: los padres y la niña están de pie, mientras que ella aparece arrodillada y el padre mira a su mujer y a su hija, la niña y la madre miran al espectador, mientras que la criada baja la vista, indicando todos estos rasgos su inferior estatus social y su sumisión a la familia que sirve. Si hubiera sido blanco, seguramente no hubiese sido pintada junto a sus amos; eso era habitual en las casas nobiliarias, no representaba un signo de estatus social superior. Pero nuestro personaje en cuestión era india. Lleva adornos indios, y no solo su vestido, sino también el de la pálida niña, de seda, con brazaletes y velo, atestiguan que la lejana India desempeña un papel en la vida de la familia.
El siglo XVIII fue el siglo de la Ilustración, de los inicios de la industrialización y de la Revolución Francesa, pero también fue el momento en el que Inglaterra llegó a ser la primera potencia europea, tanto política como, en buena medida, comercial. Los capitanes y los comerciantes se enriquecieron y transformaron la rígida sociedad: a las viejas familias aristocráticas de terratenientes se sumaron los que se habían enriquecidos en tierras lejanas. Los Clive, protagonistas de nuestro cuadro, habían progresado socialmente gracias al comercio con las colonias y los cargos que desempeñó el cabeza de familia allende los mares. Cuando este cuadro se pintó en 1765, durante el reinado de Jorge III, la corona inglesa no aspiraba aún a convertir la India en una colonia; la idea de Imperio Indio no llegaría hasta el gobierno de la célebre reina Victoria I, que llegó a ser nombrada Emperatriz de la India. El comercio de la India corría a cargo del Estado: la reina Isabel I de Inglaterra había concedido el monopolio a la Compañía de Indias Orientales en el año 1600 y sólo esta sociedad podía hacer negocios en la India y entre Inglaterra y aquellas lejanas tierras. Para defender los establecimientos comerciales y a los príncipes indios aliados de sus intereses que gobernaban en el territorio, la Compañía de las Indias Orientales mantenía un ejército propio, que protegía un número cada vez mayor de territorios y ejercía un control creciente sobre el comercio interior asiático. Casi diez años después de que se pintara esta cuadro, en 1773, esta empresa comercial de carácter estatal pasó a estar bajo el control parlamentario.
La joven de tez oscura que aparece no era una esclava, pero pertenecía a una casta a la que los señores indios y los comerciantes ingleses trataban como si fuera de su propiedad. Los europeos consideraban la India como la tierra de la aventura y el dinero, donde los ingleses podían hacerse increíblemente ricos a corto plazo, adquirir fama y medrar socialmente. También les era posible llevar un tren de vida que en Londres no se habrían podido permitir nunca: no era inusual que hubiera 100 criados en una casa, entre ellos un peluquero particular, un fabricante de pelucas y un grupo de porteadores de silla de mano, mientras que en Londres hubiera sido muy difícil para ellos llegar a entrar en la Corte en la rígida y exclusiva sociedad londinense.
Obviamente, con los honorarios fijados por la Compañía de las Indias Orientales no se podía pagar este nivel de vida. Eran los ingresos particulares los que proporcionaban riqueza. Los generosos sobornos ofrecidos discretamente por los comerciantes y los señores lograban seducir a los empelados para que trabajaran en su propio interés y no en beneficio de la sociedad: “La corrupción, el desenfreno y la falta de principios dominan a los empleados”, escribió Robert Clive sobre Calcuta. El mal ejemplo constante de los ingleses los ha vuelto “codiciosos y derrochadores más allá de lo imaginable”. Esta situación no se debía solo a la existencia de numerosas tentaciones, sino también al tipo de viajeros que llegaba a la India. Quien gozaba de una buena posición en la sociedad inglesa no se embarcaba ni se arriesgaba en empresas en países lejanos. Únicamente aquellos que no creían posible hacer carrera en Londres se lanzaban a los desconocidos. El protagonista masculino de nuestro cuadro, George Clive, es un gran ejemplo de esto.
George Clive procedía de la clase media menos favorecida. Su padre era pastor rural y director de escuela. Podemos suponer que George logró poco éxito profesional en Inglaterra, pues ya tenía treinta años cuando se documenta su marcha a la India en 1755, una edad en la que, en la época, ya no era joven. Según se dice, volvió enriquecido al cabo de cinco años, se construyó una mansión cerca de Londres, consiguió un escaño en el parlamento gracias a las influencias de su primo Robert Clive, otro aventurero y protegió desde allí los intereses de Robert en la lejana India. Murió en 1779 sin que se sepa mucho más de él.